Encuentro con el Papa Francisco
En una habitación grande y elegantemente decorada, en el corazón de Cracovia, Polonia, me encontré haciendo algo que nunca imaginé que haría: reunirme con el Papa.
Un grupo de una docena de judíos, encabezados por el inimitable Gran Rabino de Polonia, Michael Schudrich, tuvo la oportunidad de conversar con el líder de la Iglesia Católica, quien sólo dos días antes, había realizado una visita altamente publicitada al campo de exterminio de Auschwitz .
Nos reunimos fuera de la residencia del arzobispo, y de allí nos condujeron a través de un gran patio hacia un edificio con un interior palaciego.
Los retratos de varias figuras de la iglesia adornaban las paredes, parecían mirarnos fijamente con un tinte de asombro, mientras que este grupo de judíos con kipá hacía camino a través del local.
Mientras el pontífice se encontraba en una habitación adyacente, saludando por la ventana a una multitud de polacos devotos, los miembros de nuestro grupo se prepararon, formándose en una línea de recepción como en una boda o bar mitzvá.
Silenciosamente, cada uno de nosotros organizó sus pensamientos, dándose cuenta de que tendríamos sólo unos momentos para intercambiar palabras con el Papa Francisco. ¿Qué mensaje debería tratar de transmitir? Después de todo, para cualquier judío con un mínimo de conciencia histórica, conocer al Papa es una experiencia que engendra una amplia gama de emociones conflictivas.
Durante siglos, la tranquilidad del continente europeo estuvo marcada por interminables llantos de sin fines de judíos que fueron perseguidos, torturados, forzados a convertirse y asesinados, a menudo, en nombre de la Iglesia Católica, con su activo estímulo, bendición y apoyo.
Allí estaba el papa Inocencio III (1198-1216), quién se esforzó activamente para imponer restricciones a los judíos y quien infamemente introdujo la idea de obligarlos a llevar una insignia distintiva en sus prendas de vestir, medida adoptada más de 700 años después, por el régimen nazi de Alemania.
Su sucesor, Inocencio IV, ordenó la quema del Talmud a mediados del siglo XIII, al igual que el papa Julio III en 1553.
Algunos papas, como Gregorio XIII en el siglo XVI, requirieron que los judíos asistieran a sermones semanales destinados a convertirlos, mientras que otros expulsaron a los judíos de los reinos papales, censuraron obras religiosas judías y les prohibieron diversas profesiones.
Incluso, hubo hombres como el Papa Pío VI (1775-1800), que trataron de llevar el antisemitismo a nuevos niveles, emitiendo edictos que no permitían a los judíos poner piedras sepulcrales en los cementerios judíos y prohibían la renovación o remodelación de las sinagogas.
Por supuesto, hubo también pontífices que estaban más amablemente dispuestos a los judíos, como el fallecido Juan Pablo II, pero el largo y torturado legado de antisemitismo y libelos de sangre de la Iglesia, la Inquisición y las Cruzadas, ha dejado una indeleble y horrible marca en la institución, que nunca se podrá olvidar o perdonar.
Incluso en la era moderna, con todos los avances que han tenido lugar en las relaciones católico-judías, todavía hay mucho de lo que la Iglesia tiene por responder, desde la vergonzosa conducta del Papa Pío XII durante el Holocausto, hasta la reciente decisión del Vaticano de Reconocer el llamado «estado de Palestina».
De hecho, en toda Europa hay innumerables escuelas judías y sinagogas que fueron confiscadas por el Vaticano a lo largo de los siglos y transformadas en iglesias o monasterios, y las cuales la justicia demanda que sean retornadas al pueblo judío. ¿Y qué hay de los inestimables manuscritos judíos de los cuales la Iglesia Católica se apoderó durante los últimos 1.500 años?
A medida que estos, y otros pensamientos pasaban por mi mente, vi que el Papa Francisco hacía su camino hacia la línea de visitantes.
El rabino Avi Baumol, emisario a Polonia de Shavei Israel, organización que presido, presentó al pontífice con un libro que había escrito sobre el significado de los Salmos. Y luego, Jonathan Ornstein, el dinámico jefe del Centro Comunitario Judío de Cracovia, elogió a Francisco por su firme posición contra la intolerancia.
Antes de que me diese cuente, el Papa estaba de pie frente a mí. Normalmente, el protocolo requiere que una persona que se encuentre con el Papa debe inclinarse, besarle la mano y referirse a él como «Santo Padre». Pero todas estas cosas están prohibidas por la ley judía, y yo había resuelto abstenerme de hacerlo, al igual que otros miembros de nuestro grupo. Los funcionarios papales son muy conscientes de la situación, y no hacen problema de ello.
Luego, al mirar profundamente los ojos del Papa, oí al Gran Rabino de Polonia que me presentaba a él y explicaba el trabajo de Shavei Israel, organización que asiste a las tribus perdidas y a las comunidades judías ocultas, a regresar al pueblo judío.
Francisco parecía ser una persona bondadosa, un hombre sin artimañas, que es tanto humanitario como afectuoso. Procedí a discutir brevemente con él sobre el creciente número de jóvenes polacos que están redescubriendo sus raíces judías, las cuales sus antepasados habían escondido, después de los horrores del holocausto.
Por alguna razón, sentí que era importante para él saber que el pueblo judío era indestructible, y oír que los crematorios que había visto en Auschwitz-Birkenau no lograron incinerar el espíritu judío.
Francisco escuchó atentamente, asintió con la cabeza y sonrió satisfecho por lo que había dicho, y luego hizo algo que me tomó completamente desprevenido: me pidió que orara por él. Más tarde supe que había hecho la misma petición a otros de los judíos presentes.
En el vuelo de regreso a Israel, medité profundamente sobre la experiencia vivida. Durante tantas generaciones, los judíos habían sido forzados a vivir a la sombra de la Iglesia Católica y sus líderes, temerosos de lo que podrían hacer a nuestro pueblo. Pero el establecimiento del Estado de Israel en 1948 cambió todo esto, alterando para siempre la ecuación.
Me sentí bendecido por vivir en una generación donde un judío puede hablar al Papa no como un suplicante pidiendo misericordia, sino más bien con la cabeza en alto, como un orgulloso hijo de Israel.
Pues a pesar de todo lo que la Iglesia nos había hecho a lo largo de los siglos, los judíos habían sobrevivido y regresado a su Tierra, pudiendo nuevamente adorar libremente al Creador en Jerusalén.
Si esto no es una prueba de que somos el pueblo eterno, ¿Qué sí lo es?